sábado, 13 de octubre de 2012

Revolución - Capítulo 2



2

Un agudo pitido comienza a taladrarme los oídos. Trato de apagar el despertador a tientas, pero se a vuelto a estropear. Solo cuando me desespero, incapaz de hacer que el ruido cese, cojo el pequeño reloj y lo lanzo contra la pared, haciendo que se rompa en mil pedazos.
Me siento en el borde de la cama, aclarándome los ojos, esperando a que mi cuerpo reaccione para comenzar a andar. Cojo la camisa que dejé ayer tirada encima de la silla de mi escritorio, me ajusto el cinturón para evitar que los vaqueros se me caigan y me pongo las únicas deportivas que he tenido en más de cuatro años.
Camino hacia el baño, guiándome solo por la poca luz que entra a través de la persiana rota de mi ventana. Me apoyo sobre el lavabo de cerámica agrietada, mirando fijamente el reflejo de mis ojos marrones y achinados en el espejo, intentando peinar un poco mi pelo corto negro.
Me siento cansado. Ayer no fue un buen día. El trabajo que me encargó Pit no salió como yo esperaba. Tuve que llegar hasta la frontera con la Zona 4 para entregar el paquete. Supongo que me arriesgué demasiado, dejando que alguna de las bandas que merodeaban por allí me encontrasen. No tuvieron piedad conmigo. Es difícil explicar cómo logre salir de allí con vida. Supongo que los movimientos que me enseñó mi padre ayudaron en algo.
Abro el grifo y me lavo como puedo la cara con el agua fría. Dejo que resbale por mis mejillas, limpiando la sangre seca de las heridas para luego caer al suelo. Me miro cada una de las marcas que tengo por todo el cuerpo, tratando de adivinar si son graves o no, pero mi vista sigue siendo borrosa. Al menos ninguna me duele de manera preocupante.
Me pongo la camisa, intentando no rozar con las heridas. Apago la luz del baño, abro la persiana de mi habitación y escondo las piezas del despertador roto debajo de mi cama.
Hoy tendré que buscar otra misión a pesar de todo. Aun no tengo el dinero suficiente como para comprar la dosis del medicamento de mi hermana. Espero que Pit ya me haya enviado las ofertas al correo electrónico, pero tengo hambre, así que creo que primero bajaré a desayunar.
Salgo de mi habitación haciendo el menor ruido posible. Debby debe seguir durmiendo y no quiero despertarla. Bajo las escaleras de puntillas, parando cada vez que la madera rechina, hasta que por fin llego a la planta principal de nuestra casa.
El ambiente del lugar es desolador. La noche en la que mis padres murieron nuestra casa se incendió. Yo traté de reconstruirla, intentando imitar el hogar que nos dejaron, pero supongo que las necesidades me lo impidieron. Los muebles de madera están podridos, la pintura de las paredes está desconchada, y a penas se puede caminar por los pasillos sin tropezar con el desorden. Aun así, siempre es mejor que vivir en los antiguos túneles del metro.
Camino hacia la cocina, esperando estar solo durante al menos diez minutos, pero no es así. Hay alguien ya despierto. La luz está encendida. Incluso puedo oír la vieja radio desde aquí.
- ¿Qué haces despierta a estas horas? - pregunto, al ver que es mi hermana la que está sentada en la mesa.
- ¡Felicidades Guillermo! - grita ella.
- ¿Qué día es hoy?
- ¿Que día va a ser? Hoy es diecisiete de febrero. Es tu cumpleaños.
Se levanta a toda prisa de la silla, corriendo para abrazarme. Yo solo puedo darle las gracias con todo el cariño que puedo, devolviéndole el abrazo.
Hoy cumplo dieciocho años y casi se me olvida. Tengo demasiadas cosas en las que pensar. Pero ella siempre se acuerda; todos los años. La quiero. Estamos muy unidos desde lo que pasó con mis padres. Ella es mi muleta y yo la suya. Es consciente de los riesgos que tengo que asumir para conseguir dinero y por eso me apoya siempre.
- ¿Jennifer se ha ido ya? - le pregunto.
- Hace poco. Me pidió que te felicitase.
- ¿Te dijo a dónde iba?
- Creo que al bosque que hay cerca de la Central.
- Genial. Prepárate para ir al colegio. Salimos en media hora.
Me sirvo un cuenco con cereales, bebo un vaso de zumo lo más rápido que puedo y salgo corriendo por la puerta, subiendo de nuevo a mi habitación. Me siento en la silla de mi escritorio, encendiendo el viejo ordenador de mi padre. No funciona muy bien, pero para mí es suficiente. Solo me hace falta para consultar las misiones. Pit siempre me envía todas las disponibles que encajan con mi perfil.
Tengo cinco nuevos correos con cinco posibles trabajos para hoy. Dos de ellos no me interesan, por lo que los elimino; un tercero es demasiado arriesgado, sin embargo el cuarto es perfecto. Es sencillo, fácil de cumplir y bien pagado. A pesar de todo, hay algo que me llama la atención del quinto: hay una recompensa de dos mil dólares globales para aquel que consiga realizar el encargo con éxito.
Nunca antes Pit me había enviado una oferta así. Es muchísimo dinero. Con él podría comprar la medicina de mi hermana durante todo un año. Pero me doy cuenta rápidamente del por qué de la recompensa. Tendría que infiltrarme en la Zona 4 para realizar la misión, y eso es una muerte segura.
Nadie intentará jamás ese pedido. Es un suicidio. Me quedo con el trabajo fácil, con el número cuatro, por lo que anoto como puedo las condiciones del encargo en una hoja de papel. Es muy simple: recoger un paquete y llevarlo unos kilómetros al norte. No ofrecen mucho, pero será suficiente como para comprar la dosis de la próxima semana.
Apago el ordenador, cojo mis gafas de sol y las llaves del coche. Cuando bajo las escaleras, mi hermana ya me espera en la puerta de casa, con su pelo negro recogido en una coleta, mirándome con sus ojos claros, impaciente por irse.
- ¿Has tomado tu medicina?
- No – responde.
- ¿Por qué? Hoy es viernes. Hoy te toca.
- No quedan.
- ¡¿Cómo que no quedan?! Compré hace poco.
- La semana pasada. Se te olvidó comprar para hoy.
- ¿Por qué no me dijiste nada? Pensé que sí lo hice.
- Te lo recordé, pero también se te olvidó.
- Está bien. Compraré la dosis que necesitas en la Central. Sube.
Cierro la puerta con llave, para luego dirigirme hacia el coche. No es un vehículo como el que tiene la gente en otras Zonas, pero para mí es más que suficiente. Lo construí yo mismo, con la ayuda de Jennifer y Debby. Utilizamos unos viejos planos de mi padre; él era ingeniero. Supongo que la afición por los coches me viene de él. Algunas piezas tuvimos que comprarlas de contrabando, e incluso fabricamos algunas a partir de otras, pero nos sirvió para hacer algo con lo que movernos.
- Ponte el cinturón – digo, encendiendo el pequeño motor eléctrico.
- ¿Por qué usas las gafas de sol de papá?
- Me recuerdan a él.
- Yo solo les recuerdo por las fotos.
Cuando todo ocurrió, ella tenía solo nueve años. Ahora tiene trece, pero tiene la mentalidad más fuerte que la de cualquier chica de mucha más edad. Ella es muy inteligente. Sabe razonar, pensar con claridad, al contrario que otras personas.
- Ellos nos querían. Cuidaban de nosotros.
- Recuerdo el día en el que todo ocurrió – dice ella. – Salieron a hacer una de sus misiones; de esas que nunca nos dijeron el objetivo. Tú y yo estábamos juntos, como siempre, abrazándonos mientras me convencías de que todo iba a salir bien.
- Fue mala suerte. Nada más.
- Yo creo que la mala suerte no existe.
- Supongo que entonces les llegó su momento.
- Quizá. Solo me gustaría poder abrazarles una vez más.
Después de sus palabras no se escucha nada más que el roce de los neumáticos con la carretera de tierra. Ella mira por la ventanilla, perdiendo su mirada en el infinito. Debe de ser duro tratar de ver sin éxito el rostro de las personas que más quieres. Yo siempre he intentado llenar ese vacío, al igual que Jennifer, pero cada vez que se acuerda de ellos sufre mucho.
Me concentro en la carretera, en cada uno de los baches del camino. La ciudad parece tranquila hoy, pero sigue habiendo movimientos por las calles. La gente trata de comerciar, vendiendo cualquier cosa que les sobre.
A pesar de que en su día esta fue una gran ciudad, ahora mismo queda poco de aquel entonces. La mayoría de los edificios están destruidos, las casas a penas se mantienen en pie, y ningún hospital o ayuntamiento sigue funcionando. Debby va a la escuela gracias a una iniciativa que se puso en marcha hace poco, pero realmente no es gracias al Gobierno. Ellos se ocupan solamente de las cuatro primeras Zonas, ya que realmente aquí solo viven los Traidores.
- Vendré a buscarte a la salida – digo, aparcando el coche frente al colegio de mi hermana.
- Está bien.
Baja despacio, colgando del hombro su mochila, pero antes de entrar por la puerta del edificio, da media vuelta y corre de nuevo hacia aquí.
- ¿Vas a hacer alguna misión hoy?
- Si – suspiro. Sé que no le gusta la idea de que arriesgue mi vida en trabajos peligrosos, pero no me queda otra opción.
- ¿Llevas algún arma?
- No. Ya sabes que no me gusta.
- Deberías ir armado. Ya viste lo que te ocurrió ayer.
- ¿Cómo sabes lo de ayer?
- Me lo contó Jenn...y las heridas de tu cara.
- Tendré cuidado, te lo prometo. Ahora vete o llegarás tarde.
Duda unos segundos, pero finalmente camina hacia el colegio. En cuanto la veo desaparecer, me pongo en marcha de nuevo, en dirección al antiguo almacén abandonado de las afueras de la ciudad.
Lo llamamos la Central, porque allí es donde todo el mundo se reúne para intercambiar vienes o realizar misiones. Cualquier persona que quiera ganar dólares globales debe ir allí. Mi primera visita al lugar fue con mi padre. Él cazaba y en ocasiones también realizaba alguna misión. Él fue el que me presentó a Pit y el que me enseñó muchas de las cosas que sé. Gracias a mi padre sé moverme por los tejados, escalar y sortear obstáculos. Es algo útil para esconderte y pasar inadvertido. Más de una vez me ha salvado la vida.
- Por fin has llegado – oigo detrás de mí en cuanto salgo del coche.
- ¿A qué tanta prisa Pit?
- ¿A caso no has visto la oferta que te he enviado? ¡Son dos mil dólares globales! Te la he reservado exclusivamente para ti. No hace falta que me des las gracias.
- No la quiero.
- ¡Estás loco! ¡Es un chollo!
- Es una locura. Por si no te habías dado cuenta, hay que infiltrarse en la Zona 4.
- ¿A caso no sabes que día es hoy?
- Sí. Hoy es mi cumpleaños – vacilo.
- Felicidades. Pero no es a eso a lo que me refiero. Hoy es 17 de febrero de 2112. Hoy es el cincuenta aniversario del final de la Gran Guerra. Hoy es día de celebraciones en todo el planeta.
- ¿Y qué?
- Que las fronteras van a estar descuidadas, que el gobierno va a bajar la seguridad, y que es el momento perfecto. Nadie va a estar trabajando.
- Déjalo. No voy a hacerlo. Me quedo con la misión número cuatro: transporte desde aquí hacia el norte.
- Está bien. Como tú quieras. El paquete acaba de llegar. Lo ha traído otro transportista desde el sur. Voy a arreglarlo todo para conseguirte el trabajo.
- Gracias amigo. ¿Sabes donde puedo encontrar a Jennifer?
- ¿A Jenn? Creo que está detrás del almacén, cerca del bosque. Según me ha dicho, está buscando brotes.
Rodeo la vieja estructura de metal buscando a mi amiga. El suelo está encharcado en barro por la lluvia de estos últimos días, por lo que se hace mucho más complicado caminar por aquí. Aun no ha salido el sol y el frío me congela la cara. Solo a alguien como Jennifer se le ocurre salir a esta hora de la mañana a recoger brotes para sus remedios caseros. Finalmente, la encuentro de rodillas en el suelo, escarbando con las manos desnudas en el barro.
Me quedo en la distancia, observando su comportamiento. Lleva su pelo rubio liso y largo recogido en una gruesa coleta que deja caer por su hombro. Sus mejillas están coloradas por el frío, y a penas lleva más abrigo que un delgado jersey. Pelea por escarbar en el suelo congelado, sin a penas éxito.
- Necesitas ayuda – grito. Ella se da la vuelta asustada, mirándome con sus preciosos ojos azules.
- ¡Guille! - ríe, poniéndose de pie de un salto y corriendo hacia mí para abrazarme. - ¡Felicidades!
- Estás congelada – digo al sentir sus mejillas.
- Yo no tengo frío.
- Pues deberías abrigarte. No sé para qué vienes tan pronto a la Central.
- Si no lo hago, otras personas se llevan las mejores plantas.
- Supongo que tienes razón. Pero, ¿has venido andando?
- Si.
- Podrías haber cogido el coche.
- Tenías que llevar a Debby al colegio, y yo no sé conducir.
- Bueno...¿necesitas ayuda?
- No. Ya he terminado. Vamos dentro de la Central. Te invito a un café.

Hacía mucho tiempo que no bebía algo parecido. Es un producto muy lujoso para esta Zona, a pesar de que se comercialice. Ella dice que ha ganado algo más de lo esperado vendiendo unas pastillas para el dolor de cabeza, por lo que quiere gastárselo en algo especial.
Buscamos un rincón con algo de privacidad por todo el recinto, para acabar finalmente sentados detrás de un puesto de venta vacío.
- Por ti – dice, levantando en alto la taza de café. - Para que podamos celebrar más cumpleaños.
- Y feliz día de la Gran Guerra – bromeo.
- Menuda tontería de fiesta. Solo se preocupan de ellos mismos.
- Ahora mismo deberías dar gracias de no vivir en otra Zona. Si alguien te hubiese escuchado ya estarías muerta.
- No me importaría. Es mejor que seguir luchando por no morir aquí.
- ¿Te ocurre algo?
- Dentro de dos meses cumplo diecinueve años, Guillermo. ¿Tú sabes cual es la media de vida de un Traidor? Veintiún años.
- Eso no quiere decir nada. Es una simple estadística. Hay bebés que no llegan a vivir más de cuatro horas y hay gente como Pit que tienen ya treinta y seis.
- Prefiero no pensar en ello ahora mismo - dice, acabándose de un trago la taza de café. - ¿Qué tal tus heridas?
- Mejor. Ya están cerrando.
- No sé que hiciste ayer, pero conseguiste que te dieran una buena paliza.
- Me acerqué más de la cuenta al lugar equivocado.
- Tienes que tener cuidado. Algún día puedes acabar peor.
- No tengo otra opción si quiero conseguir el dinero.
- No me apetece discutir. Estoy cansada. Sin embargo ya sabes que opino de todo esto.
- ¿Quieres que te acerque a casa?
- No. No importa. ¿Ibas a hacer algo?
- Tengo que comprar la medicina de mi hermana.
- Te acompaño entonces.
Nos levantamos del suelo frío, poniéndonos en marcha hacia la esquina donde siempre me encuentro con el hombre que me consigue los medicamentos. Pero hay algo extraño. Un grupo de personas se amontona a su alrededor, gritando cosas que no acabo de entender por el revuelo. Intento abrirme paso a través de la gente, hasta que por fin llego a la primera fila.
- ¿Qué está pasando aquí John? - le pregunto al vendedor.
- No todo el mundo está de acuerdo con el cambio de tarifas – responde él.
- ¿Qué cambio de tarifas? ¿De qué estás hablando?
- Los precios han subido, tío. Tenemos al Gobierno pisándonos los talones. Sospechan a cerca del tráfico ilegal de sustancias a través de sus fronteras.
- ¡¿Cómo?! Solamente necesito lo de siempre. Lo de mi hermana.
- ¡Ah, sí! La pequeña Debby. Está infectada con ese virus nuevo tan extraño, ¿no es cierto?
- Con el VTM.
- Pues el precio de sus medicamentos ha subido bastante. Suele ser lo más solicitado.
- ¿Cuánto?
- Cuarenta dólares globales la dosis.
- ¡¿Estás loco?! No podría ni comprar una sola dosis al mes.
- Pues es una pena. Si no me equivoco, el virus es fácil de contrarrestar con la medicina adecuada, pero si se deja de tomar durante tres días, estás muerto.
Veo como en su cara se dibuja una sonrisa burlona. No le importa lo más mínimo la vida de mi hermana. Solo quiere ganar dinero a costa de los demás. Sabe que si la gente quiere vivir, debe gastar en él.
Un torrente de furia mezclado con una enorme dosis de adrenalina me recorre todo el cuerpo. Sin a penas saber explicar por qué, mi puño se cierra, golpeando con fuerza su cara. Me abalanzo sobre él, tirándolo al suelo. La gente nos rodea, observando el espectáculo, sin embargo, nadie intenta detenerme. Solo Jennifer trata de alzar la voz entre los gritos de los espectadores, pidiéndome que pare.
- ¡Guillermo! ¡Suéltale! - grita ella, cogiéndome de la cintura y tirando de mí.
- ¡Es una niña! Debby también tiene derecho a vivir – digo, tratando de no llorar.
- Lo sé. Buscaremos alguna solución. Pero salgamos de aquí primero.
Me apoyo en su hombro. Ella me dirige por todos los pasillos de la Central, hasta finalmente conseguir llegar al exterior. Ha comenzado a llover. El cielo se ha teñido de una capa gris que a penas deja ver el sol. La temperatura ha bajado más aun y la ropa que llevo no me protege del frío.
Comienzo a tiritar. No estoy seguro si es por el agua helada que empapa ya todo mi cuerpo o por pensar en lo que está pasando con mi hermana. Ella desconoce todo lo que está ocurriendo. Confía en que cuando llegue a casa tendrá su dosis semanal encima de la mesa, pero realmente no va a ser así.
Jennifer se sienta a mi lado en un pequeño tronco de madera, cogiéndome de la mano pero sin decir nada. Ni todo el dinero que ella gana con sus ungüentos, ni todo el que gano yo con mis misiones, pueden pagar por mucho tiempo lo que Debby necesita. Sabe que tengo que reflexionar para pensar en cómo voy a arreglármelas para que mi hermana sobreviva, pero realmente si necesito hablar.
- Ya no hay nada que pueda hacer – digo con la voz entrecortada por el frío.
- Siempre hay una segunda opción. Encontraremos otra medicina más barata.
- No. No hay otra medicina. Ese es el problema del monopolio político del planeta. Todas las empresas son del Gobierno y ellas fabrican todo lo que nosotros tenemos. Solo hay una medicina para contrarrestar el VTM.
- Pues hallaremos la manera de conseguir más dinero.
No contesto. Sé que la única manera de conseguir más dólares globales es que ella se adentre más en el bosque para buscar plantas más exóticas, pero allí se esconden también las bandas, y podrían encontrarla y matarla. Soy consciente de que la única manera es que yo acepte la misión número cinco que Pit me envió.
Me levanto, sin decirle a Jennifer a dónde voy. Ella me grita algo mientras que me ve marchar, pero los relámpagos de la tormenta no me dejan oírla. Busco a Pit por todas partes. No consigo encontrarle. No está en su pequeño despacho, por lo que supongo que estará en el almacén de la Central, en el lugar donde llegan todos los paquetes para los transportistas.
- ¿Dónde te habías metido? - me pregunta Pit al verme aparecer. - Todo el mundo está hablando a cerca de tu pelea con John.
- He venido a por el trabajo – digo, ignorándole.
- ¡Escúchame! - me detiene. - No sé lo que te habrá hecho, pero no puedes ir dando palizas a los comerciantes de este lugar. Si lo vuelves a hacer, seguro que acabarás muy mal.
- Lo tendré en cuenta. Pero ahora necesito dinero.
- Lo siento. Creía que habías vuelto a casa. Le di tu trabajo a otro.
- No me refiero a ese trabajo. Quiero el número cinco. El de los dos mil dólares globales.

0 comentarios:

Publicar un comentario